La velocidad hace perder el sentido, el gusto y el placer de las cosas. Comemos rápido y no sabemos ni lo que comemos. (…) Cuando se va a una gran velocidad no se disfruta del paisaje. No pensamos ni reflexionamos, nos convertimos en robots o autómatas (Trechera, 2007). [1]
Ahora que el tiempo se ha parado. Ahora que las calles no se miden por semáforos ni pasos acelerados. Ahora que se nos invita a reflexionar sobre lo frenético. Ahora que al mundo no le ha quedado otro remedio que…
Parar.
Velocidad es poder, dice Virilio (1997). A lo largo de los años encontramos pistas que nos muestran ésta idea. Tutankamón fue enterrado con el látigo con el que aceleraba a sus caballos, y con un cayado con el que frenaba el vehículo y retenía las riendas. Incluso la sociedad democrática se inició cuando se observó que los navíos necesitaban muchos hombres para remar. Contra más personas, más veloz. Contra más velocidad, menos probabilidades había de que el alimento se deteriorara. Por tanto se vendía más cantidad y se producía más riqueza. [2]
Y todo esto… ¿qué tiene que ver con la infancia?
Cuándo relacioné los conceptos velocidad e infancia, algo en mí se sobrecogió. Y es que cuando voy con mis sobrinas por la calle, la más pequeña, que tiene cuatro años, siempre acaba diciéndome: “¡No tan rápido! ¡Que tengo las piernas pequeñas!”. Cuánta razón… ¡las ciudades no están hechas para las piernas pequeñas! Los tiempos y los ritmos urbanos no están hechos para ellos y ellas. Ni siquiera los semáforos. ¿Cuántas veces al día hemos llegado a cruzar un paso de cebra corriendo?
Sabemos el público que abastece una ciudad y lo olvidada que está la infancia en ella. Al final, quien domina lo rápido tiene ventaja en el movimiento, en destreza y en eficacia a la hora de resolver problemas. Pero estas prisas provocan menos consciencia del yo, aparece el estrés cada vez en edades más tempranas, y experimentamos una continua sensación de vivir solamente para complacer los ritmos ajenos, no los propios.
Y aunque no podamos cambiar todo lo que sucede en el exterior, podemos empezar a hacer pequeños cambios en nuestros espacios cercanos y nuestra cotidianeidad. Dando tiempo a los cuidados, a los andares descalzos, a esas manitas que dirigen muy despacio y atentamente la cuchara llena de comida hacia la boca, a los cambios de pañales que no desequilibran, a esa voluntad de encajar el pie por el agujero de los zapatos…
Quizás ahora de-construimos los tiempos. Quizás, después de que todo esto pase, nos atrevamos a rediseñar nuestros cómos. Quizás ya no tengamos que hacer tantas cosas en tan poco tiempo y podamos percibir el tiempo no como una cuestión de horarios, si no como una cuestión de duraciones.
[1] Trechera, J. (2007). La Sabiduría de la Tortuga. Editorial Almuzara (Córdoba)
[2] Virilio, P. (1997). El Cibermundo. La política de lo peor. Ediciones Cátedra (Madrid)
Bona reflexió, gràcies
Segurament el moviment slow ja ens avançava com posavem poca consciència.